
Eduardo Porretti y Fidel Castro (2004)
Lo primero que me vino a la memoria en esa lluviosa mañana de sábado en Caracas -luego de recibir mensajes en mi teléfono desde todo el mundo- es que me pidió un Gin-tonic.
Ya había compartido con él en varias ocasiones, escuchado sus monólogos y había sido sometido a sus implacables interrogatorios sobre asuntos técnicos. Pero en esa larga tarde de diciembre de 2004, a mi pregunta »¿Qué quiere tomar, Comandante?, Fidel Castro me dijo: «Prepárame un Gin-tonic«, para seguir hablando de máquinas e intercambiando datos sobre asuntos mundanos.
Es curioso porque en la intimidad, Fidel Castro hablaba poco sobre política y mucho sobre cuestiones prácticas: cómo aumentar la producción de leche, cómo patentar una vacuna. Preguntaba como un explorador británico del siglo XIX recién llegado a un lugar exótico: quería saber, clasificar y hacer algo con eso que acababa de aprender.
Lejos del estereotipo de radical ideologizado, Fidel estaba poseído por un espíritu práctico. Era un producto perfecto de la célebre e implacable educación jesuita: militante convencido, con un rol autoimpuesto en la historia, austero, poco afecto a dudar e intolerante hacia aquello que no lograba etiquetar. Su voraz curiosidad era combinada con la vocación por controlarlo todo. Profesaba –casi religiosamente- la clásica teleología marxiana de que la técnica cambiaría al mundo.
Fanático de la Argentina, pedía incansablemente material sobre Bariloche, sobre el tango, sobre el dulce de leche, sobre el clima en Alta Gracia y sobre José Ingenieros. Moviendo su largo dedo índice hacia mi nariz me dijo -en más de una ocasión-: «Porretti, nunca hubiera habido revolución en Cuba sin José Ingenieros ni sin la Reforma Universitaria».
Fui hasta la cocina de la residencia argentina y me encontré con que no había agua tónica. Mandé a buscarla con un chofer hasta mi casa -a pocas cuadras de allí- y le hice el trago en un vaso largo, con poco hielo y poco gin, como me gusta a mí. «Está flojo«, me dijo, sin siquiera mirarme.
Mejoré con el segundo, que tomó mientras que el Canciller cubano, sentado a mi lado junto el Embajador a Raúl Taleb, contó una anécdota en la que –luego de comer un asado hecho a las apuradas por Ernesto Guevara en la Sierra Maestra- fueron presos de una fuerte diarrea. «Infundios del imperialismo», bramó falseando ira, riendo de su propio personaje.
Reescribiendo este texto -publicado a las apuradas en Facebook el día de la muerte de Fidel- pienso lo obvio, aunque ya haya sido dicho: está claro que la revolución cubana fue muchas cosas, muchas de ellas no pensadas, ni previstas, ni por los mismos revolucionarios. Fue la toma –no el intento de toma, el matiz es importante- del cielo por asalto. La derrota es épica, simpática y siempre tiene quien doble las campanas por ella.
Pero la victoria conlleva una serie de desagradables responsabilidades. De tal modo, el épico proceso revolucionario, liberal y nacionalista en su origen, viró –por varias y conocidas circunstancias- hacia un marxismo que fue perdiendo su saludable heterodoxia original, en el marco binario que proveía la Guerra Fría.
Como suele pasar en esos vehementes procesos de ingeniería social, algunos de los perseguidos del régimen anterior se convirtieron en policías de la nueva era. Muchas críticas se enfocaron en los tempranos fusilamientos en La Cabaña, episodio clave aunque algo negado por la historia oficial cubana. Por horribles que fueron, siempre juzgué que los fusilamientos simbolizaron la densidad, seriedad e irreversibilidad de la revolución.
Más desasosiego me causó el innecesario quinquenio (¿decenio?) gris, con la importación de prácticas soviéticas y de un marxismo de manual, a cambio de petróleo, precios sostenidos en el COMECON y armas que defendieran la revolución a 90 millas de la Roma imperial.
A pesar de toda la atención política y académica dedicada a Fidel Castro y a la revolución cubana durante décadas, todo indica que seguiremos pensando su significado para América Latina y el mundo. Haremos cálculo sobre cómo debería haber cambiado -cuando se pudo, por ejemplo, en los 80- y haremos historia contra-factual de cómo hubiera sido la revolución si Washington y La Habana no hubiera escalado sus posiciones.
Entre otras variables, no habrá manera de entender ambos fenómenos (Fidel y la revolución) sin tomar en cuenta la historia de los Estados Unidos en Cuba y el Caribe, la endeble economía cubana, la formación jesuítica de Fidel, la naturaleza binaria de la geopolítica de la Guerra Fría y la pobre valoración de la democracia en buena parte del siglo XX en América Latina.
Tengo, ahora, mientras escribo estas palabras -que imprudentemente publiqué sin editar en un muro de Facebook- recuerdos en ráfagas, que fui ordenando con el pasar de los días. Como nos pasara con el 11 de septiembre y a otras generaciones con el interrumpido paseo de JFK por Dallas, todos recordaremos qué estábamos haciendo el día que murió Fidel. Yo desayunaba en la residencia argentina en Caracas, interrumpido por el paso ruidoso de las admirables guacamayas.
En estos días llamé a mis amigos en Cuba, miré diarios hasta cansarme, leí frases hechas sobre liderazgos e historia en los obituarios que los periodistas tenían preparados durante décadas. Pero cumplí una pública promesa: el día de la muerte de Fidel, al caer la tarde, mirando las bellas montañas del Ávila, al saber que en estos tiempos superficiales ya nada será igual, me tomé un Gin-tonic en honor del extraordinario siglo XX -irrepetible, pavoroso, magnífico- que acaba de cerrarse frente a nuestras narices, con la muerte del Comandante.
Caracas, diciembre de 2016