
Se fue Miguel Grinberg. Recuerdo ahora la revista Mutantia. Es 1980 y yo imito cada gesto de mi hermano Pablo, incluso el de leer esa revista. Las casas de Santa Fe tienen humedad, gruesos muebles de madera, discos de Pink Floyd y plantas salidas de una novela de Asimov.
Ambos tenemos el cabello largo, pero él tiene una sonrisa arrasadora, yo unos dientes equivocados. Él es una máquina de generar amor e inteligencia, yo recién me voy abriendo paso por la vida. Todo eso, que tanto añoro, desapareció con esa innecesaria brutalidad que tiene la vida.
Tiempo después puse el lema de Mutantia (Zona de lucidez implacable) en la pared del mono-ambiente en el que vivía en Rosario, mientras escribía como poseído en una vieja máquina de escribir y me daba cuenta –gracias a un poema de Miguel Hernández- que mi hermano ya no volvería.
En los tempranos 80 (oscuros, bellísimos) los kioscos estaban llenos de revistas así. Había, incluso, tiempo para leerlas. Los ojos de los lectores estaban llenos de futuro. Y las bocas, llenas de certezas. Ahora, no sé. Quizás sea mejor así.
