El hotel Humboldt y el Ávila: El solitario vigía del futuro

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En 1870, en el noroeste de los Estados Unidos de América, algunos habitantes de Montana hicieron una excursión – denominada Washburn-Doane Expedition – en los alrededores del río Yellowstone, para estudiar una inexplorada zona de géiseres, cataratas y ríos cristalinos.

El novedoso interés por proteger las bellezas naturales de la región se combinó con la presión de un creciente lobby corporativo del transporte férreo – Northern Pacific Railroad Company – interesado en mantener a la zona fuera de la actividad de pequeños empresarios. Dos años después, el Congreso de los EEUU aprobó una ley – an Act to set apart a certain Tract of Land lying near the Head-waters of the Yellowstone River as a public Park – para el beneficio y el disfrute de la población, bajo la jurisdicción del Ministerio del Interior, decisión que dio origen al concepto de Parque Nacional que hoy conocemos en el mundo entero.

Si uno vive o pasea por Caracas, es altamente probable que desarrolle cierta obsesión por uno de los 43 parques nacionales con que cuenta Venezuela: el que fue declarado como tal en 1958 y preserva actualmente a una superficie superior a las 88 mil hectáreas. Su histórico nombre fue cambiado en 2011 por el de Warairarepano (“Sierra Grande” en la lengua Caribe). El Ávila – una formación montañosa de belleza sobrecogedora, que rodea a la capital de Venezuela – es considerada el principal emblema y el pulmón vegetal de la ciudad de Caracas.

Los caraqueños disfrutan de pasear por esa montaña, un sitio tan bello como accesible, al que se puede llegar escalando a pie por admirables senderos o a través de un teleférico que – cuando fue inaugurado – permitía llegar desde la cota mil de Caracas hasta el pico montañoso, en el pueblo de Galipán y, de allí, descender hasta la Guaira en pleno mar Caribe. La biodiversidad del parque es extravagante, por lo que uno puede subir a la montaña divisando alces, pumas, mariposas multicolores, más de 500 especies de aves (incluyendo 36 tipos de colibríes) y un número desconocido (que se calcula, tímidamente, en 180) de orquídeas.

El parque tiene cuatro picos principales. El Pico Occidental con 2.480 metros sobre el nivel del mar, el Pico Oriental con 2.640 metros, el Pico Naiguatá – que con 2.765 metros de altura es el punto más alto del parque Ávila – y el Ávila, el más bajo de los cuatro con 2.250 metros de altura.

En el Ávila, en una zona inaccesible para el público, cerrado desde hace décadas,  se encuentra el hotel Humboldt. Aunque el hotel suele estar envuelto en nubes y no siempre es fácil divisarlo desde Caracas, se ha mantenido como un edificio emblemático de la ciudad.

El urbanista Niño Aranque sostiene que el Humboldt se construye en momentos en que la ciudad era un intenso laboratorio de arquitectura moderna occidental, en una fase evolutiva que se inicia en 1949 y que remata con la inauguración del hotel en 1956, en un proceso que combinó un crecimiento inesperado junto a la demolición de la ciudad decimonónica. Fue entonces que la ciudad adoptó un nuevo estilo de vida, acompañando a las transformaciones económicas y sociales con un marco urbanístico que buscó reemplazar a lo parroquial con una vívida modernidad simbolizada en una monumentalidad expansiva.

La reurbanización de barrios, la construcción del edificio de la Universidad Central, la construcción de la autopista Caracas-La Guaira son símbolo de un ímpetu moderno que combina tendencias de vanguardias estilísticas y tecnológicas, expresando un funcionalismo extremo implantado, uno tras otro, en edificios emblemáticos de ese nuevo paisaje urbano: el Hotel Tamanaco, la Torre Polar, el Club Táchira y el Hotel Humboldt son construcciones autónomas – objetos brillantes, dirá Niño Aranque –  vinculadas entre sí por el aliento secular de la nueva Venezuela.

Esa anarquía estilística – siempre relacionada con el espíritu moderno, con una natural tendencia hacia la mixtura y el gusto popular – conformó así un escenario en que se teatraliza el sueño cartesiano de Le Corbusier, integrando la utopía funcionalista de la ciudad obrera con la ciudad jardín, por medio de la interpretación del Maestro Carlos Villanueva.

La Dictadura del General Marcos Pérez Jiménez – que se convertirá en un modelo de autoritarismo desarrollista para toda América Latina – será el marco político que alentará esa irrefrenable tendencia modernizadora. La ideología del nuevo régimen era particularmente funcional al despliegue de construcciones públicas modernizantes, a partir de un paradigma de Orden y Progreso que buscaba implementar un mandato civilizatorio que combinaría inmigración europea con la cultura del trabajo.

En ensayista venezolano Joaquín Martha Sosa afirma que ese régimen político instalaría la doctrina de El Nuevo Ideal Nacional, estipulando control político dictatorial e impulso patriótico, al emprender un programa de gobierno inspirado en el Gomecismo (por la Dictadura de Juan Vicente Gómez entre 1908 y 1935), combinando entusiasmo positivista, férreo control político y bonanza petrolera.

El Ministro de Obras Públicas Julio Bacalo Lara convence al Presidente Pérez Jiménez de construir un sistema de transporte aéreo mediante cable para el desarrollo turístico de la zona. Pérez Jiménez visita la zona para evaluar la construcción de un teleférico, cuando en una de esas caminatas el Ministro de Fomento, Silvio Gutiérrez, le propone construir un hotel turístico.

El 16 de mayo de 1956 un obrero de la empresa Eneca – fundada por  inmigrantes italianos de apellido Mastropaolo – impacta su martillo neumático contra la primera roca. Un enjambre multinacional de obreros (sobre todo europeos mediterráneos) despliega una infatigable labor que, contra todos los pronósticos y en sólo 190 días, instala una gigantesca obra, rematada por una torre cilíndrica de 60 metros de altura a más de 2000 metros sobre el nivel del mar.

El diseño del arquitecto Tomás Sanabria – originalmente más convencional y con menos habitaciones – propuso finalmente un conjunto arquitectónico en base a las audaces soluciones estructurales aportadas por los ingenieros Oscar Urreiztieta y Gustavo Larrazábal (todos formados académicamente fuera de Venezuela), en base a cáscaras prismáticas que permitieron formidables estructuras sin columnas.

Sanabria – alumno de Walter Gropius e influido por la arquitectura de Oscar Niemeyer y Lucio Costa -, diseña así una obra que –Niño Araque dixit – se debate entre la herencia Corbuseriana y el legado de Mies Van der Rohe, constituyendo un verdadero manifiesto arquitectónico de alta densidad y gesto civilizatorio.

El hotel Humboldt se convirtió así en un ícono de la modernidad, en la vívida imagen de una sociedad pujante, laboriosa, llena de futuro, que corta radicalmente con su pasado colonial, que materializa la enérgica dinámica política de los años 50, en un marco de bonanza económica y de vocación política, cristalizando el poder del auge petrolero en una joya moderna por antonomasia, confluyendo voluntad política, inteligencia estética e innovación tecnológica. Sin embargo, el hotel nunca funcionó más de cuatro años seguidos y, en total, sólo 8 años en 60 años de vida. Así, la mítica construcción devino un edificio paradójico: mostró lo que la economía y la política venezolana podían construir y lo que no podían mantener.

¿Qué significa el abandono de esa construcción tan bella? ¿Qué impidió que fuera aprovechada para su propósito? ¿Fue su escala arquitectónica que la volvió financieramente insostenible, fue la desidia gubernamental que provocó su ruina o fue la apatía popular que legitimó esa tragedia moderna?

¿Fue su escala faraónica la maldición original que la condenó al ineluctable fracaso económico, la manipulación política y el abandono final? ¿Cómo puede un símbolo tan admirado y tan propio de la identidad caraqueña haber sido desatendido por décadas? ¿Alcanzarán los loables esfuerzos actuales del arquitecto Gregory Vertullo para restaurar tanta belleza? ¿Qué nos dice el hotel Humboldt de la cultura local?

Saqueado, manipulado, abandonado y vuelto a imaginar una y otra vez, el hotel fue víctima manifiesta tanto de las inefables pujas políticas como de la inveterada cultura local del despilfarro.

Puede que el arquitecto venezolano Federico Vegas tenga razón y que el mítico hotel Humboldt – una bellísima construcción dueña de un enorme simbolismo político pero casi nunca destinada a su objetivo original – se haya vuelto así en el paradigma de nuestros triunfos y miserias.

¿Será eso, sólo eso, también eso, el hotel Humboldt? ¿Una muestra de la cruzada civilizatoria que no tuvo lugar, un ejemplo de arquitectura faraónica insostenible sin la voluntad política de una dictadura y sin el vértigo presupuestario del boom petrolero? O será el símbolo de lo que vendrá, un edificio que – cuando las nubes se corren – queda, brillante, fantasmagórico, cósmico, perpetuo, como una platinada nave espacial, convertido en un solitario vigía incansable de un futuro que todavía  no llegó, pero que no deja de tentar las febriles mentes y las laboriosas manos de los venezolanos.


Fuentes

Caracas, septiembre de 2016

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